DYLE Nº 20

La experiencia ciudadana y la buena educación
Agustín Chozas Martín
Inspector de educación y profesor jubilado de la UCLM
Hace un tiempo ya, los índices de desarrollo humano (IDH, ONU,1990) ofrecen pautas para la mejor experiencia de los ciudadanos como la mejora permanente de las relaciones humanas, del medio ambiente, la vida y el urbanismo, la fortaleza de las escuelas, la atención sanitaria, la prevención y la salud infantiles, la asistencia a mayores y minorías desfavorecidas, la distribución justa de las rentas, por citar sólo algunas importantes.
¿Puede hablarse entonces de una experiencia ciudadana de calidad? ¿Puede decirse que la experiencia ciudadana confirma la existencia de una vida digna?? ¿Qué lugar ocupan los valores cívicos en la experiencia?
Referencias como el espacio democrático, la convivencia, el capital social y los valores y también la escasa cohesión social, la inseguridad, la brecha de desigualdades, las injusticias fiscales son necesarias también para una mínima “auditoría cívica”, sin olvidar la urgencia de una ética pública.
¿Qué hacemos entones con la buena educación en un contexto con graves deficiencias?
La educación es un valor indispensable, es una práctica del principio de responsabilidad individual y colectiva, un ejercicio de razón que convierte a los ciudadanos en seres valiosos, cooperativos y obligados a responder al bien común.
Uno de los inventos más celebrados por las élites dirigentes es la reducción de los complejos problemas educativos al corsé de tópicos como “educar para la excelencia”, “educar la eficacia y la eficiencia” o simplezas por estilo, exportadas de un lenguaje mercantilizado que impone una finalidad pragmática, que responde a la obsesión por el triunfo y la meritocracia.
Añádase la frecuente reducción a la simpleza de la comunicación, por obra y gracia de la frivolidad de las redes sociales que deja la educación sin el necesario análisis de las causas y la convierte en un personaje secundario en el escenario social. Ni pueden arrinconarse parámetros por y para los profesionales como el servicio a la sociedad, el control sobre el trabajo hecho y la oposición al intrusismo, la existencia de información sobre los derechos de los educandos, la vinculación colegiada entre los docentes, la capacidad de realizar diagnósticos y proponer soluciones, entre otros.
Sin embargo, un liberalismo voraz ha atrapado el progreso de la sociedad hacia los bienes comunes y la aspiración ilustrada de una educación universal ha devenido en una educación secuestrada por los “pocos que se creen todos”, por la incapacidad de reconocer la complejidad y globalidad de una buena educación.
Hora es ya de dejar la educación a los concernidos, dejar de utilizar la educación como moneda de cambio, dejar de tomar decisiones ciegas, dejar de faltar al respeto a los genuinos profesionales de la educación sin conocer el trasfondo de su trabajo, hora de escuchar a los protagonistas reales y aprender sus necesidades (las familias y los alumnos también existen), para reconocer, de una vez, que la educación está más allá de los servicios públicos y debe responder al principal de los bienes cívicos, el bien democrático y comunitario.
Lecturas complementarias
Camps, V., (1995), Virtudes públicas, Espasa- Calpe, Madrid
Cortina, A., (2001), Alianza y contrato, Trotta, Madrid
George, S., (2003) La globalización de los derechos humanos, Crítica, Barcelona
Sen, A. (1992), Nuevo examen de la desigualdad, Alianza, Madrid