Revista sobre educación y liderazgo educativo DYLE Nº 26

DYLE Nº 26

Faro

Faro FEAE

María Begoña Codesal Patiño

Asesora de Educación Digital CAFI Galicia

¿Fuera pantallas, vuelta al libro escolar?

La irrupción de las tecnologías digitales en el entorno educativo ha generado un gran debate en los últimos tiempos ¿cuál debe ser su papel en la escuela? La reciente tendencia de algunos gobiernos y comunidades autónomas hacia la retirada de las pantallas y la vuelta al libro de texto en papel plantea interrogantes sobre la dirección que debe tomar la educación en la era digital. Sin embargo, el verdadero debate no es pantallas sí o no, sino cómo educamos en su uso.

En lugar de prohibir las herramientas digitales, lo fundamental es enseñar a utilizarlas con sentido crítico, pedagógico y ético. La escuela es el espacio más adecuado para formar en este uso razonado, porque en ella confluyen acompañamiento profesional, orientación didáctica y contexto socialmente regulado. Si sacamos las pantallas del aula, trasladamos al ámbito privado (más desregulado y sin orientación) una responsabilidad educativa que debe ser compartida y acompañada.

La investigación actual subraya que la prohibición generalizada de dispositivos digitales en las aulas no solo carece de fundamento empírico sólido, sino que puede agravar desigualdades socioeducativas. Diversos estudios demuestran que vetar las pantallas en entornos escolares margina al alumnado de contextos vulnerables, para quienes la escuela suele ser el único espacio de acceso a herramientas digitales. Esta exclusión tecnológica compromete su preparación para un mundo laboral y social cada vez más mediado por lo digital, perpetuando brechas de oportunidades. Por otro lado, las políticas prohibitivas suelen aplicarse de manera desigual, favoreciendo a instituciones con recursos que pueden sortear las restricciones, mientras que centros con menos medios quedan rezagados en el desarrollo de competencias clave.

Los riesgos asociados al uso excesivo o inadecuado de pantallas (problemas de atención, alteraciones del sueño, sedentarismo o exposición a contenidos nocivos) son innegables, tal como documentan organismos como la OMS y la Asociación Americana de Pediatría. Sin embargo, investigaciones recientes indican que estas consecuencias negativas no derivan del dispositivo en sí, sino de factores como la pasividad en el consumo, la falta de supervisión adulta o la ausencia de criterios pedagógicos. Neurocientíficos como María José Mas enfatizan que el contenido y el contexto determinan el impacto: una tableta utilizada para resolver problemas colaborativos bajo guía docente tiene efectos radicalmente distintos a un smartphone empleado para navegar solitariamente en redes sociales durante horas.

En este escenario, la escuela emerge no como un espacio de prohibición, sino como el laboratorio idóneo para construir una relación saludable con la tecnología. Expertos en innovación educativa, como Carlos Magro, insisten en que el reto no radica en elegir entre pantallas o libros, sino en diseñar metodologías que integren ambos recursos de manera complementaria. Esto implica repensar el currículo para incluir la alfabetización digital crítica (enseñando a identificar desinformación, gestionar privacidad o comprender algoritmos) mientras se preservan actividades que fomenten la motricidad fina, la concentración profunda y la interacción cara a cara. La neuroeducación aporta evidencia valiosa aquí: actividades como la escritura manual activan regiones cerebrales vinculadas a la memoria y la creatividad, mientras el uso estratégico de simulaciones digitales puede mejorar la comprensión de conceptos abstractos.

La formación docente emerge como eje insoslayable en este proceso. Marcos como el DigCompEdu de la Unión Europea destacan la necesidad de capacitar al profesorado no solo en el manejo técnico de herramientas digitales, sino en su aplicación pedagógica intencionada.

La colaboración con las familias resulta necesaria. En las publicaciones revisadas y disponibles a través del Wakelet revelan que el 83% de los progenitores perciben falta de orientación escolar sobre gestión saludable de pantallas, una carencia que fomenta ansiedad y contradicciones entre el ámbito doméstico y el educativo. Propuestas como los programas de acompañamiento familiar (donde se establecen normas consensuadas sobre tiempos de uso, selección de contenidos y espacios libres de tecnología) demuestran mayor eficacia que las prohibiciones unilaterales. Este trabajo conjunto mitiga riesgos como la adicción digital o el aislamiento, al tiempo que fortalece vínculos intergeneracionales en torno al uso crítico de la tecnología.

Las políticas educativas deben equilibrar regulación con flexibilidad. Medidas como la limitación horaria propuesta por Tekman Education (dos horas diarias máximas en primaria) o la creación de “zonas libres de pantallas” en centros escolares deben combinarse con inversiones en infraestructura tecnológica inclusiva y formación continua. Ejemplos de colegios que reinstauran libros de papel ilustran los riesgos de decisiones reactivas: si bien buscan proteger la salud estudiantil, su aplicación rígida sin considerar contextos específicos puede generar exclusiones y obstaculizar el desarrollo de competencias digitales básicas.

En última instancia, el debate trasciende lo tecnológico para cuestionar el propósito mismo de la educación en el siglo XXI. Como sintetiza Laura Cuesta, la disyuntiva no es entre pantallas o libros, sino entre un modelo educativo que prepara para reproducir información y otro que forma ciudadanos capaces de pensar, crear y actuar críticamente en entornos complejos. La tecnología bien integrada amplifica este segundo enfoque: permite personalizar aprendizajes, conectar con realidades globales y desarrollar proyectos colaborativos. Pero su potencial solo se realiza cuando dejamos de verla como fin en sí misma y la convertimos en herramienta al servicio de un proyecto pedagógico coherente, humanista e inclusivo.

La escuela debe asumir su rol de guía en la navegación digital, formando alumnas y alumnos que sepan desconectar para conectar consigo mismos, dialogar con otros sin mediaciones algorítmicas y usar las pantallas como ventanas al mundo, no como muros que aíslen de la realidad. Este equilibrio exige valentía institucional, inversión sostenida y, sobre todo, confianza en la capacidad educativa de acompañar a las nuevas generaciones en su viaje hacia una ciudadanía digital plena y emancipadora.

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