DYLE Nº9

Los cursos más raros (difíciles) de nuestra vida (profesional)
Fernando Andrés Rubia
Maestro y sociólogo. Director de la revista Forum Aragón
Con el paso de los años nos iremos olvidando del COVID-19: recordar y olvidar son las dos caras necesarias para transitar con equilibrio por la vida. Será un episodio más del pasado. Seguramente contaremos en qué centro estábamos (—A mí me pilló en…) y lo difícil que fue todo (—Íbamos con las mascarillas puestas todo el día y no nos podíamos tocar ¡imagínate lo que suponía para el alumnado!). Probablemente en algún momento discutamos con vehemencia si el confinamiento fue en 2020 o en 2019 (—¿Por qué te crees que se llamaba COVID diecinueve?), y si el curso siguiente fue todo de semipresencialidad o solo duró un trimestre.
Mientras tanto y hasta que lleguen esos días, tendremos que seguir haciendo frente a uno de los fenómenos más disruptivos que se han producido en la educación desde hace por lo menos 50 años, por poner una cifra, ya que si intento pensar en algún hecho con el que compararlo reconozco que no se me ocurre ninguno.
Cerramos los centros en marzo sin idea de lo que se nos venía encima y abrimos en septiembre con mucho miedo, un poco asustados por lo que podía pasar. Trascurrieron las semanas y el temor fue dejando hueco a otras emociones, también intensas, pero más fáciles de controlar: incertidumbre, inseguridad, vacilación… La vuelta a las aulas fue tensa y contribuyó a incrementar las distancias entre los sectores de la comunidad escolar. Todos considerábamos que estábamos haciendo un gran esfuerzo, pero no veíamos el esfuerzo que hacían los demás. Todos creíamos que corríamos riesgos, pero pensábamos que los demás no lo valoraban. Exigíamos a la administración educativa liderazgo, una política de cuidados y medidas rápidas pero mesuradas, que tuvieran en cuenta sus consecuencias y especialmente sus efectos secundarios. Pedíamos a nuestras direcciones escolares que se pusieran en nuestro lugar y nos facilitaran el trabajo. Ay, en tiempos de incertidumbre no es posible predecir cuáles serán las mejores soluciones, las mejores decisiones, los efectos inesperados… Como decíamos, ni hay precedentes, ni tenemos referencias de otras situaciones que puedan servir de modelo a la hora de afrontar, desde los centros educativos, la COVID-19.
La pandemia, sobre todo, lo que ha puesto de relieve es la desigualdad y los problemas de bienestar de la comunidad educativa. No todo el alumnado ha accedido y accede de la misma forma a los recursos digitales y a lo que se ha convertido en educación.
Suspiramos por volver a la normalidad, pero, aunque nos empeñemos, nada debería seguir igual, los procesos educativos se han visto modificados de forma esencial y al menos en estos momentos parece imposible prescindir del todo de la mediación digital a la que hemos recurrido. Es posible que, ahora sí, se queden definitivamente.
Reconozco que llevo meses preocupado por los efectos que la pandemia tendrá sobre el absentismo, las repeticiones, el abandono temprano, es decir por las desigualdades educativas, veremos las consecuencias en el medio y largo plazo. Pero, para mí, el mayor aprendizaje ha sido descubrir la necesidad que tenemos de establecer una cadena de cuidados: necesitamos que la administración educativa cuide a sus equipos directivos e inspectores, estos a sus docentes, los profesores a su alumnado, las familias a los centros y sus profesionales, la administración a las familias, los docentes a las familias… Precisamos una larga cadena de cuidados con eslabones cruzados, sin olvidar uno importante: el autocuidado