DYLE Nº 20

Educación y diversidad sexual. Por una educación basada en valores democráticos
Marina Echebarria
Universidad de Valladolid
Quisiera comenzar agradeciendo a FEAE la oportunidad que me da para sumarme en estas páginas a un tema tan trascendente como habitualmente ignorado. El de integrar en las dinámicas escolares el respeto a la diversidad sexual y el de conseguir un modelo de educación en valores cívicos que promueva la inclusión de todos los miembros de la comunidad educativa, con independencia de cuál sea su orientación sexual, expresión o identidad de género o su desarrollo sexual.
Parto de que uno de los objetivos básicos de nuestro sistema educativo es el de conseguir una educación como espacio de convivencia, aprendizaje de la ciudadanía y formación integral en valores compartidos y defendidos por nuestra constitución, para conseguir ciudadanos responsables. Esta es una labor que debe facilitar el profesorado y para la que el sistema educativo debe aportar los medios necesarios.
Quisiera empezar por recordar el refrán africano que dice “para educar a un niño hace falta toda la tribu”. Y es que, ¿Qué clase de tribu somos? ¿Acaso nuestra tribu tiene criterios ciertos y firmes en materia de educación cívica? En nuestra tradición siempre se han dividido las labores educativas en “Saber qué” enseñar (contenidos), “Saber cómo” enseñar (pedagogías y competencias o habilidades) y “Saber estar”, qué tipo de valores y objetivos de convivencia plantea el sistema educativo, siendo siempre este último aspecto objeto de menos atención o delegado graciosamente en instituciones externas como la Iglesia.
Si hacemos, además, un mínimo repaso de estos tres aspectos, coincidiremos en que en todos ellos hay polémicas y, por desgracia, una fuerte lucha política, ajena a la gestión, los objetivos y el sentir de los implicados en el sistema educativo. ¿Explicamos matemáticas o Filosofía?, ¿Tauromaquia o educación sexual? ¿Formamos en competencias profesionales o también en las sociales? ¿qué pedagogías adoptamos? Y, por último, ¿qué valores asume como propios el sistema educativo? ¿Acaso puede asumirlos, o esto ya es una ideologización de la educación?
Sobre esto último, frente a quienes defienden que el sistema educativo ha de ser “neutral”, creo llegado el momento de afirmar con rotundidad que no. Nuestro sistema educativo se rige por valores y principios que han sido positivados y señalados en nuestro ordenamiento jurídico como principios rectores y objetivos del sistema educativo. Como derechos de todo miembro de la comunidad educativa. Y esto, como veremos, no es negociable o un factor que pueda ignorarse a conveniencia.
Comencemos por recordar que nuestra Constitución señala en su título primero, artículo décimo que “La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”. Y que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”. Por su parte el art. 27 indica que “Todos tienen el derecho a la educación”. Y al tiempo que se reconoce la libertad de enseñanza, se nos indica que la educación “tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales”. A mayores, los poderes públicos garantizan “el derecho de todos a la educación, mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados”. Y para ello, “Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca, y los poderes públicos inspeccionarán y homologarán el sistema educativo para garantizar el cumplimiento de las leyes”.
Nuestra administración educativa, en síntesis, no es ni debe ser neutral. Tiene la obligación de garantizar el acceso a la educación a todos los menores, y de crear un sistema que garantice ese modelo educativo regido por los valores constitucionales y los que deriven de la declaración universal de los derechos humanos, que es nuestro criterio rector. En esta misma línea, resultan trascendentes los Tratados internacionales suscritos por España, comenzando por la Convención sobre los Derechos del niño de 20 de noviembre de 1989, en cuyo artículo 29 b) se indica que los Estados partes convienen en que la educación del niño deberá estar encaminada a inculcar al niño el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales y principios consagrados en la carta de Naciones Unidas. Carta de NU en cuyo artículo 26 consagra el derecho de los padres a escoger el tipo de educación, pero que matiza en el art. 29 que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libremente su personalidad, y (2) que “En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”. Por si alguien no entendiera esto con claridad el Art. 30 remarca “nada en esta Declaración podrá interpretarse en el sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o a una persona, para emprender y desarrollar actividades o realizar actos tendientes a la supresión de cualquiera de los derechos y libertades proclamados en esta Declaración”. Y la propia Naciones Unidas ha dejado claro que esto implica el respeto a todos los aspectos de la identidad y libre desarrollo de la personalidad, incluida las manifestaciones de orientación o identidad sexual.
Todavía podríamos traer al listado de compromisos internacionales asumidos por España múltiples instrumentos como el Memorándum de la Comisión Europea contra el racismo y la intolerancia, o nuestro compromiso con los ODS de la agenda 2030 (2015) y sus objetivos de educación de calidad, igualdad de género, salud y bienestar y reducción de desigualdades, cuya meta 4.5 implica de aquí a 2030, “eliminar las disparidades de género en la educación y asegurar el acceso igualitario a todos los niveles de la enseñanza y la formación profesional para las personas vulnerables, incluidas las personas con discapacidad, los pueblos indígenas y los niños en situaciones de vulnerabilidad”. En la propia interpretación de la Unesco (2016) al establecer diez metas sobre la educación universal ha introducido un eje de igualdad entre sexos e inclusión que declara preciso eliminar las situaciones de desigualdad por motivo de género y conseguir el acceso de las personas vulnerables a todos los niveles de la enseñanza y a la formación profesional. Unesco, de hecho, ha hecho múltiples declaraciones en favor de una educación inclusiva. La Declaración de Salamanca (UNESCO, 1994) marca un hito en las primeras conceptualizaciones sobre educación inclusiva. Cuatro años después de la Declaración de Jomtien (UNESCO, 1990) se estableció el objetivo de una Educación para Todos y, tras una primera etapa centrada en la inclusión referida a la discapacidad y a las “necesidades educativas especiales”, se ha pasado a una concepción de la inclusión entendida como respuesta a las exclusiones disciplinarias y orientada a todos los grupos vulnerables a la exclusión; en la Declaración Mundial sobre la Educación para Todos (Unesco, 2000) hay un claro énfasis en la promoción de escuelas inclusivas, respondiendo a, por los menos dos dimensiones, entre otras muchas:
Una dimensión educativa, en función de la cual las escuelas deben brindar educación a todos los niños juntos; en esos espacios se deberán desarrollar formas de enseñar pertinentes con las diferencias individuales.
Una dimensión social: las escuelas inclusivas tienen que promover un cambio actitudinal frente a “la diferencia” para evitar posibles discriminaciones y tender a sociedades más justas.
La evolución de todos los tratados internacionales sobre educación ha incidido al paso de los años en la necesidad de ofrecer, a todos los estudiantes, espacios saludables y de bienestar, donde cada uno de ellos se sienta seguro y el desarrollo de la dimensión socioemocional – afectiva de las competencias, como el sustento de todos los aprendizajes requeridos, pues se entiende que esta dimensión facilita el “estar y ser estudiantes” en el centro.
Por si alguien piensa que esto es poco concreto aun nos quedaría señalar cómo la ley española ha recogido todos esos compromisos. La Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOMLOE), establece un fuerte avance en materia de equidad y defiende un enfoque integrado en todas las etapas educativas sin segregaciones. Y de manera específica en su artículo 1, A bis) demanda “La calidad de la educación para todo el alumnado, sin que exista discriminación alguna por razón de nacimiento, sexo, origen racial, étnico o geográfico, discapacidad, edad, enfermedad, religión o creencias, orientación sexual o identidad sexual o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Y en su art. 2.2. b); “La educación en el respeto a los derechos y libertades fundamentales, en la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres y en la igualdad de trato y no discriminación de las personas por razón de nacimiento, origen racial o étnico, religión, convicción, edad, de discapacidad, orientación o identidad”. Objetivos que se encomiendan de manera especial a la inspección educativa (art. 153 bis, Disp. Adic. 25ª nº 3).
Pues bien, al parecer todos estos enunciados generales (y los precedentes) nunca han sido suficientes para que buena parte de la comunidad educativa y de la sociedad externa, entendiese que el respeto a la diversidad sexual es una obligación y un objetivo del sistema educativo. La realidad que hemos vivido las generaciones anteriores es la de una segregación discreta y escasamente encubierta. Así como otros criterios de segregación quedan evidenciados en los exámenes periódicos universales o en los informes PISA (segregación racial, por pobreza etc.), la exclusión por acoso, bullying, de estudiantes y miembros de la comunidad educativa por razón de orientación sexual o por identidad de género siempre ha quedado solapada bajo conceptos genéricos como el abandono escolar. La diversidad sexual afecta a un porcentaje fijo de la población, pero se manifiesta de manera dispersa en todo grupo social, étnico, cultural o de cualquier índole y tropieza por lo general con una reacción social adversa, fruto de largos años de criminalización y patologización de las identidades sexuales no normativas. Han sido muchas generaciones las que han sufrido el abandono escolar temprano, la necesidad de ocultación o la violencia por la simple manifestación de su orientación o identidad sexual. Y ha sido, durante generaciones, el propio sistema educativo el que miraba con indiferencia el acoso, el menosprecio y la burla o incluso amparaba a miembros activos en el proceso de exclusión del sistema de las personas LGBTI.
Para quienes vivían (o vivíamos) ese proceso, además, los enunciados generales de igualdad y equidad parecían no ser efectivos ni aplicables, pues siempre había alguien que entendía que “este es un caso especial” o hasta las últimas reformas, que no había una mención expresa a la orientación sexual y la identidad de género, por lo que “no tenían claro” si éramos sujetos dignos de tutela.
Quizá por eso, ha sido necesario ir más allá y promulgar la ley 15/2022 integral para la igualdad de trato y la no discriminación, y que su art. 13, estableciera específicamente que las administraciones educativas deben tomar medidas efectivas para la supresión de estereotipos y garantizarán la ausencia de cualquier forma de discriminación, incluidas las derivadas de la diversidad sexual. Es un mandato que afecta a los criterios de admisión y permanencia, el uso y disfrute de los servicios educativos, públicos o privados, sin que quepa criterio alguno de discriminación. Y aún más, que quien ejerza cualquier tipo de discriminación no podrá acogerse a cualquier forma de financiación pública (art. 13.2). A las administraciones educativas se les encomienda ofrecer la debida atención a las circunstancias de potencial exclusión que presenten necesidades específicas de apoyo educativo, y adoptar medidas para prevenir, evitar y revertir cualquier criterio de segregación escolar directa o indirecta.
En esta misma línea, se obliga a incluir formación específica en la materia y a prestar una atención especial en el currículo al derecho a la igualdad de trato y no discriminación y a incluir en los planes de estudios, materias sobre igualdad de trato, no discriminación, tolerancia y derechos humanos. Una vez más, por cierto, se encomienda a la inspección educativa la intervención para garantizar el respeto al derecho a la igualdad de trato, la prevención de la discriminación y la intolerancia en el espacio educativo.
Todavía no habríamos acabado, porque un año después se aprobó la ley 4/2023 de igualdad real y efectiva de las personas trans y de garantía de los Derechos de las personas LGBTI. Norma más ambiciosa, pues promueve la idea de obtener una igualdad real y efectiva más allá de las declaraciones buenas y benéficas y en la que se formula con toda rotundidad el deber de protección de los poderes públicos a las personas LGBTI, erradicando toda forma de discriminación directa o indirecta, institucional, por error, asociación… se produzca ésta en cualquier ámbito de la vida pública o privada. Y en lo que se refiere a la educación, el mandato de que el currículo respete el principio de igualdad de trato y no discriminación y el conocimiento y respeto a la diversidad sexual, de género y familia. Ordenando para ello que esta materia se trate de manera específica en las pruebas de acceso, selección y adquisición de nuevas especialidades correspondientes a los cuerpos docentes y en los proyectos de dirección. Todavía de manera más concreta, los planes de estudios para el ejercicio de profesiones docentes, sanitarias y jurídicas deberán tener contenidos dirigidos a la capacitación necesaria para abordar la diversidad sexual, de género y familia. El principio de protección y el deber de fomento del respeto a la diversidad sexual se instaura como un deber de las autoridades educativas, que deberán elaborar protocolos de prevención frente al acoso y ciberacoso y planes de coeducación y formación del profesorado. Planes y protocolos por los que, una vez más, velará la inspección educativa.
Lejos de contentarse con formular mandatos generales, la ley va más allá al plantear la necesidad de la capacitación en igualdad del profesorado, en la detección precoz del maltrato y el conocimiento del acoso y violencia. O al dejar establecido con claridad que todo material didáctico debe ser respetuoso con la diversidad y adaptado por edades. El planteamiento, además, es global para el conjunto de la comunidad educativa, pues se anima a realizar planes de información al alumnado y sus familias.
Estos deberes podemos considerarlos, además, un desarrollo de la ley orgánica de protección de la infancia y de la adolescencia, que indica que se ha de proteger al menor en su orientación sexual y en su identidad de género. Si a estos mandatos le sumamos los de la ley 2/2010 de salud sexual y reproductiva para la que la salud sexual exige un estado de bienestar físico y psicológico que requiere un entorno libre de coerción, discriminación y violencia (art. 2) y en cuyos art. 5 y 9 se garantiza el derecho a la educación afectivo sexual en los contenidos formales del sistema educativo, con una promoción de una visión de la sexualidad en términos de igualdad y corresponsabilidad y con el reconocimiento y aceptación de la diversidad sexual, cuesta entender algunas de las polémicas que anteriormente citábamos.
Nuestras leyes son clarísimas. La diversidad sexual y la propia educación sexual forma parte de la educación y el sistema educativo tiene la obligación de crear un entorno de respeto e inclusión, de formar a sus docentes y de acompañar a los menores en su desarrollo personal evitando todo tipo de violencia por su identidad.
Y no, no es admisible la llamada a la objeción sobre estos contenidos. El llamado PIN parental es contrario a nuestra legislación. La pretensión de que los padres puedan vetar la asistencia de sus hijos a actividades desarrolladas en los centros educativos no plantea problemas con las actividades extraescolares y voluntarias, a las que solo asisten quienes las eligen. Pero no se puede vetar la participación en las actividades curriculares, actividades obligatorias o asignaturas y contenidos curriculares, incluidas las actividades complementarias que diseñen los centros y docentes. Lo contrario sería ignorar que el titular del derecho a una educación integral es el menor, y no los padres, un ataque a la profesionalidad y libertad de cátedra y una invasión de las competencias del centro educativo. El pin parental puede llevar a que unos padres se nieguen a que se enseñe en el principio constitucional de igualdad, los valores constitucionales y democráticos, el respeto a los derechos humanos e incluso a cuestionar la integridad de la ciencia como contenido educativo. ¿Permitiríamos a unos padres negar a una niña el acceso a la educación para que sea una mujer virtuosa? ¿O a los terraplanistas enseñar geografía, a los antivacunas biología etc.? Pese a ciertas iniciativas y pactos políticos de gobierno como las Instrucciones de comienzo de curso 2019-2020 de la Región de Murcia, nuestro cuerpo normativo es claro. Cualquier norma que recogiera esta censura previa o veto, vulneraría los derechos de los alumnos y alumnas a recibir una educación integral, para el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.
Y lo mismo se puede decir de la pretensión de apelar a la objeción de conciencia: El propio Tribunal Constitucional (por ejemplo, STC 161/1987) ha señalado que el derecho a la objeción de conciencia sólo existe en nuestro ordenamiento en los casos expresamente contemplados por la Constitución y las leyes. Siendo además en esos casos un derecho de ejercicio individual y nunca colectivo o de un centro de servicio público.
A modo de síntesis y recapitulación, en materia de derechos humanos, y el respeto a la diversidad sexual es una cuestión de DDHH, no cabe apelar a la neutralidad de la administración o promover la inacción como respuesta. Y de hecho, no basta con un mero cumplimiento formal “en los papeles”, puesto que al ser una materia que afecta al desarrollo vital del alumnado y del propio profesorado, se aplica plenamente el refrán vasco “zer ikusi, zer ikasi”, lo que ves es lo que aprendes.
Admitamos que llegamos tarde y se nos plantea una labor fenomenal. Cambiar decenios de tradición, formar a miles de docentes, erradicar los arraigados prejuicios sociales, establecer planes, protocolos, idearios, materiales escolares, lograr el compromiso de las direcciones… No es raro que haya quien vea esto como un problema monumental que sería mejor evitar. Pero frente a la visión patológica de la diversidad y la monumentalidad del reto, quisiera defender una visión de la diversidad sexual como una maravillosa oportunidad docente. Una oportunidad para poner a prueba nuestros compromisos con la educación y con los derechos humanos. La oportunidad de sobrepasar siglos de prejuicios y generaciones de excluidos. La oportunidad de cambiar y salvar muchas vidas para la vida en sociedad, allí donde antes había una fuerte violencia estructural. La oportunidad de recabar talento en lugar de perderlo y convivencia donde sólo había exclusión. Si me lo permiten, la oportunidad de superar nuestro pasado y luchar por un futuro para todos.
Las normas de nuestra tribu son claras, tenemos derecho a imponer valores democráticos y de respeto a los derechos humanos y hacer realidad lo que nos dice nuestro art. 10 de la Constitución cuando afirma que el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.