DYLE Nº 12
Educación y desigualdad: las ilusiones de la meritocracia escolar
Javier Rujas
Quienes formamos o hemos formado a los futuros docentes nos encontramos con frecuencia con ciertas barreras mentales cuando tratamos de explicar el papel de la educación en las desigualdades sociales. Año tras año, chocamos con las mismas ideas de sentido común que poco tienen que ver con la realidad.
Una de ellas es que el sistema educativo trata a todos por igual. Sería justo y meritocrático: cada cual progresaría según su propio esfuerzo y capacidad individual. Se fijan unos contenidos mínimos para cada curso y asignatura y unos procedimientos de evaluación, esperando que este igualitarismo formal garantice una igualdad real. Sin embargo, la sociología ha mostrado reiteradamente que el funcionamiento del sistema educativo favorece al alumnado originario de familias con más recursos económicos, culturales, sociales y temporales, que parte de una mayor familiaridad con el sistema escolar y tiene más facilidades para hacer frente a sus exigencias. Esto lo hace, en parte, precisamente, por su pretensión de tratar a todos por igual, obviando sus diferencias de partida.
Ni los docentes somos robots perfectamente neutrales ni la cultura escolar (los contenidos, las prácticas educativas y los procedimientos de evaluación) está exenta de sesgos. Aunque nos gusta creer que somos igual de exigentes con todos/as y que valoramos a cada uno/a únicamente por su esfuerzo y su rendimiento, multitud de estudios prueban que, inconscientemente, valoramos mejor al alumnado con mayor capital cultural, autóctono, del grupo étnico dominante. Al tomar a este alumnado como el “alumno medio” o “ideal” en sus juicios y prácticas cotidianas, el profesorado acaba atribuyendo al resto “falta de interés”, “mala actitud”, “carencias”, baja capacidad, “dificultades de aprendizaje” o incluso trastornos (Tarabini, 2015), rebajando sus expectativas e implicándose menos en su progreso escolar (efecto Pigmalión). Estas atribuciones a menudo se trasfieren también a las propias familias de clase trabajadora, de origen migrante o de minorías étnicas y acaba viéndose como una falta de voluntad, esfuerzo o expectativas de las clases populares lo que es, en realidad, una cuestión de recursos económicos y culturales (Martín Criado, 2019). La cultura escolar, por su parte, es la cultura de las clases cultivadas urbanas: una cultura académica, centrada en lo escrito, que excluye los saberes populares ligados al trabajo manual, al mundo rural o a las minorías étnicas. Aunque el sistema educativo español asumió en los años 1990 la necesidad de “atender a la diversidad”, lo hizo creando itinerarios paralelos para los alumnos con peor rendimiento que rara vez les permiten reincorporarse al ritmo de sus compañeros y que dejan intacto el núcleo del sistema educativo (Escudero y Martínez, 2012).
Otra idea suele aparecer cuando se desmonta la anterior: la desigualdad y su reproducción a través de la escuela sería cosa del pasado, hoy en día el sistema educativo sería justo y permitiría a todos/as llegar donde quisieran. Sin duda, la desigualdad fue brutal durante buena parte del siglo XX: gran parte de la población no terminaba la educación obligatoria y la división entre una enseñanza primaria para las clases trabajadoras y una educación secundaria y universitaria para las clases acomodadas era radical. La creación de un tronco común para toda la población con la reforma de 1970 y su ampliación en 1990, la expansión educativa y el aumento del nivel educativo de la población cambiaron las tornas. Sin embargo, las desigualdades no desaparecieron, sino que se desplazaron hacia arriba y hacia abajo (a los niveles pre y postobligatorios) y hacia dentro de cada enseñanza: se universalizó la educación básica, pero las clases trabajadoras fueron a parar más al abandono o a la FP que las clases acomodadas, sobrerrepresentadas en el Bachillerato y la universidad; se universalizó la educación infantil de segundo ciclo (3 a 6 años), pero se mantiene la desigualdad en el primer ciclo (0 a 3 años) en función del capital económico y cultural de las familias (ACPI, 2020); se generalizó el Bachillerato, pero se inventaron Bachilleratos diferenciadores (bilingüe, internacional, de “excelencia”); creció la proporción de personas que llegan a la universidad, pero persiste la diferencia en la composición social de los Grados con mayor nota de corte y más prestigio (Ciencias, Ingenierías), con alumnado de extracción social más alta y mayor capital cultural familiar que el de los Grados de Ciencias Sociales o Humanidades (Ariño et al., 2019).
Creemos también que la educación es una vía de ascenso social y que uno puede llegar donde se proponga si se esfuerza mucho en la escuela. España es un país con mayor desigualdad económica y menores niveles de movilidad social que otros países europeos con más Estado de Bienestar y mayor redistribución de la riqueza (Gil, Gracia y Delclós, 2016). Desde los años 1960, con el desarrollismo franquista, y posteriormente con el desarrollo del Estado de Bienestar y de las empresas de servicios, aumentaron los puestos de trabajo cualificados. Esto, junto con la expansión educativa, dio lugar a un periodo de crecimiento de la movilidad social ascendente. La universidad sirvió entonces, no solo para que las clases acomodadas mantuvieran su posición social, sino también de trampolín social para muchas personas de clases medias y bajas. A partir de los años 1990, sin embargo, la incorporación de la generación del baby boom al mercado laboral, el estancamiento del empleo público, la reconversión industrial y la baja proporción de puestos de trabajo cualificados en una economía basada en la construcción, el turismo y la hostelería hicieron que la movilidad se estancara. Los titulados universitarios crecieron más que los puestos de trabajo cualificados, generando una inflación de títulos escolares y la “sobrecualificación” (Marqués Perales y Gil, 2015).
La fe en la educación suele ir de la mano de la idea de que el acceso a la clase media o a la universidad es la panacea del progreso personal y social, pero este no es fácil ni siempre “feliz”. Primero, no es cierto que “todo el mundo” vaya a la universidad y que esto la devalúe: en realidad solo el 50% de los jóvenes de 25 a 29 años alcanza un nivel educativo superior; y de ese 50%, solo el 34,6% alcanzan una educación universitaria o equivalente (MEFP, 2020). Cuando se democratiza parcialmente el acceso a una etapa educativa, emergen discursos clasistas y conservadores que aseguran que todo era mejor antes, cuando solo podía permitírselo una minoría. Segundo, la universidad no garantiza ya el ascenso social, aunque los títulos universitarios protegen más del desempleo y permiten más ascenso social que el resto (Requena, 2016) –de forma variable según los títulos–. Esto genera frustración en los universitarios y la idea de una “generación perdida” (que alimentó al 15M y que vuelve hoy con fuerza).
Cuando, tras ver algunos tozudos datos, nos convencemos de que la educación no lo puede todo, podemos caer en el prejuicio opuesto: las desigualdades y su reproducción en la escuela parecen totales e infalibles, una maldición de la que no podemos librarnos. La reproducción es fuerte y persistente, pero no es mecánica. Una parte importante de la población se mantiene en el mismo nivel de estudios (42%) o en la misma clase social que sus padres (50%) (Cabrera et al., 2021), aunque esto no quiere decir que desempeñen exactamente su misma profesión o hereden el oficio familiar (en ciertas profesiones esta herencia sí es alta, como muestran Gil y Bernardi, 2018). El 65% de los descendientes de padres universitarios tiene estudios universitarios, pero solo el 16% de los hijos/as de padres con estudios básicos lo hace. Sin embargo, una parte nada desdeñable supera el nivel educativo de sus padres (47,5%) o conoce una movilidad ascendente (26,8%) (Cabrera et al., 2021). Contrariamente a lo que da a entender la idea del “bloqueo” del ascensor social, que la movilidad social se haya estancado en las últimas décadas no significa que no exista (Galland, 2021). De igual modo, que una parte del alumnado con nivel socioeconómico bajo obtenga buenos resultados en la escuela no significa que no exista una clara asociación entre clase social y rendimiento escolar.
Los y las jóvenes de clase obrera, de origen migrante y de minorías étnicas llegan hoy a la universidad, pero siguen sobrerrepresentados en las trayectorias de “fracaso” y abandono escolar, en la repetición de curso (ACPI, 2020), en los itinerarios educativos devaluados y en los empleos más precarios y menos valorados. Las becas y las medidas de atención a la diversidad no bastan para compensar estas desigualdades. Hacen falta mejores políticas educativas y docentes conscientes y comprometidos con la igualdad, pero también políticas económicas y sociales contra las desigualdades sociales que el sistema escolar, solo, no puede atajar
Alto Comisionado contra la Pobreza Infantil (ACPI) (2020): “Pobreza infantil y desigualdad educativa en España”, Informe, diciembre 2020. Recuperado de: https://www.comisionadopobrezainfantil.gob.es/sites/default/files/Informe%20ACPI-Educaci%C3%B3n.pdf
Ariño, A., Llopis, R., Martínez, M., Pons, E. y Prades, A. (dir.) (2019): Via Universitària: Accés, condicions d’aprenentatge, expectatives i retorns dels estudis universitaris (2017-2019). Xarxa Vives d’Universitats.
Cabrera, Leopoldo, Marrero, Gustavo, Rodríguez, Juan y Salas-Rojo, Pedro (2021): “Inequality of Opportunity in Spain: New Insights from New Data”, Hacienda Pública Española / Review of Public Economics, 237(2): 153-185.
Escudero, J. M. Martínez, B. (2012). “Las políticas de lucha contra el fracaso escolar: ¿programas especiales o cambios profundos del sistema y la educación?”. Revista de educación. No Extra (1): 174–193.
Galland, O. (2021, abril 24). “L’ascenseur social est-il vraiment en panne?”, Telos. https://www.telos-eu.com/fr/societe/lascenseur-social-est-il-vraiment-en-panne.html
Gil, C. y Bernardi, F. (2018): “¿De tal palo tal astilla? Las profesiones que más se heredan de padres a hijos en España”, Piedras de papel [blog], eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/piedrasdepapel/astilla-profesiones-heredan-padres-espana_132_1955084.html
Gil, C., Gracia, P. y Delclós, C. (2016): “¿Igualdad de oportunidades? Desigualdad social en España y Europa”, Piedras de papel [blog], eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/piedrasdepapel/igualdad-oportunidades-desigualdad-espana-europa_132_4240516.html
Marqués, I. y Gil, C. (25/11/2015): “Promesas rotas y sospechosos habituales: movilidad social y sobrecualificación de los jóvenes españoles”, Piedras de papel [blog], eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/piedrasdepapel/promesas-rotas-movidad-social-jovenes-espanoles_132_2347020.html
Martín Criado (2019): “Las clases populares sí se preocupan por la escolaridad de sus hijos”, Entramados sociales [web]. Recuperado de: https://entramadossociales.org/educacion/las-clases-populares-si-se-preocupan-por-la-escolaridad-de-sus-hijos/
MEFP (2020): “Tres de cada cuatro jóvenes de 20 a 24 años han alcanzado al menos el nivel de Bachillerato o de FP Básica o de Grado Medio”, Nota de prensa del Ministerio de Educación y FP, 23/02/2021. Recuperado de: https://www.educacionyfp.gob.es/prensa/actualidad/2021/02/230221-datosepa.html
Requena, M. (2016). El ascensor social. ¿Hasta qué punto una mejor educación garantiza una mejor posición social? Observatorio social de «la Caixa», Dossier septiembre 2016, pp. 19-28. Recuperado de: https://observatoriosociallacaixa.org/documents/22890/78996/DOSSIER_CAST_8ST.pdf/e3e551a0-e04c-4cf7-ab51-a972fc0a88dc
Tarabini, A. (2015). “La meritocracia en la mente del profesorado: un análisis de los discursos docentes en relación al éxito, fracaso y abandono escolar”. Revista de la Asociación de Sociología de la Educación. 8 (3): 349–360.